Pt. 1
Aquel 8 de Mayo de 1919, ya caída la noche, alguien tocó a mi puerta y yo (que no era consciente de la hora exacta que era), aunque un poco extrañada pues ya me disponía a cenar, di por hecho que era un cliente, algún vecino lo más probable (pues venían a cualquier hora a abastecerse a mi tienda, aunque no era habitual tras ponerse el sol).
Pregunté quién era y me respondió una voz conocida pidiéndome una caja de fósforos, así que, confiada, abrí la hoja de la ventana de mi tiendita, en mi propia casa, y me asomé para facilitar el pedido.
Sin mediar palabra, de inmediato sentí cómo me agarraban del pelo bruscamente, desde un lateral.
Pregunté quién era y me respondió una voz conocida pidiéndome una caja de fósforos, así que, confiada, abrí la hoja de la ventana de mi tiendita, en mi propia casa, y me asomé para facilitar el pedido. Sin mediar palabra, de inmediato sentí cómo me agarraban del pelo bruscamente, desde un lateral.
En el forcejeo y entre la oscuridad, percibí a tres hombres.
Uno de ellos fue el que me sacó fuera a la fuerza, a través del hueco de la ventana que habilité para mi tienda en esa puerta de la casa. Tiró de mí hacia fuera, sin vacilar, sin que me diera tiempo a darme cuenta de su presencia ni tiempo a reaccionar. Otro, en el acto, me degolló.
Me da la sensación de que todo ocurrió en milésimas de segundo (se tarda más en contarlo que en cómo sucedió).
Sin embargo, mientras me desangraba y agonizaba, no ocurrió tan rápido.
Fue mucho más prolongado, los minutos más largos y amargos de mi vida.

Sabía que en breves momentos pasaría a mejor vida, en el suelo, abandonada, como una colilla.
No había remedio, me habían condenado a muerte con semejante herida, y sentí la necesidad de despedirme de mis seres queridos, de verlos por última vez.
La imagen de sus rostros es lo único que pasaba por mi mente y el pensamiento de decirles las cosas que nunca les dije así como lo mucho que me importan.
No tenía que cerrar los ojos para verles, estaban ahí, ante mi, y todo lo demás se disipó. Y de repente sus rostros iluminaban la noche.
Quizás esa fue la parte más dura, ser consciente de que no los volvería a ver.
Por otra parte, también me dió tiempo a ser muy consciente de lo que ocurría.
Se habían aprovechado de una mujer que sabían estaba sola en su casa (violencia machista, violencia perenne).
Rezaba por que se acabara ya mi sufrimiento, mi lucha por seguir respirando y no ahogarme en mi propia sangre, sangre que estaba esparcida por todas partes (la fachada, la puerta, el suelo…).
Sangre que iba perdiendo deprisa, a chorros, y comenzaba a formar un charco, pero que me daba la sensación de que en realidad la perdía gota a gota, mientras yo perecía sin remedio; como también fue un intento frustrado el tratar de gritar.
Me habían quitado la voz, cortando mi garganta, y pronto me habrían quitado también la vida.
Entre tanto, ellos trataban de robar los bienes que más sudor me habían costado, y que el valor que tenían para mi no era más que el del esfuerzo que me había costado conseguirlos y que me asegurarían una vida digna, estable, en los tiempos que corrían.
Mis bienes más preciados, como el de cualquiera (sí, además de la salud y el amor).
Para algunos, por lo que nos había costado conseguirlo (y no nos engañemos que el dinero sí es necesario para vivir, y más en mi generación), y para otros, por lo que podían hacer – comprar con él, y en mi época era precisamente todo. Todo.
Estoy segura de que muchos matarían por dinero.
También por simple afán de tener más, por avaricia.
Los que más tienen siempre quieren más, y si es sin esfuerzo, mejor, aprovechándose del esfuerzo de otro (y encima llevándose los méritos).
Pero jamás imaginé, ni en mis peores pesadillas, que mi muerte sería por conseguir cuatro perras para seguir la fiesta. Y por hombría.
Ellos venían borrachos, con ganas de continuar con el homenaje que venían dándose varios días seguidos, y pensaron que tenían el mundo a sus pies por lo bien respaldados que estaban, por codearse con grandes personalidades (por no decir «peces gordos»). Solos, en plena noche y su inmensidad, donde los gritos podrían confundirse – mezclarse con el fuerte viento, en un tranquilo y pequeño pueblo, en una casa aislada del resto, ante una mujer, una sola mujer, endeble (sobretodo si me pillan desprevenida, y más en un tres contra uno, cobardes) ingenua, desamparada,… (a ojos de estas criaturas del diablo).
Violencia gratuita. Les salió barato.
Yo era una humilde trabajadora y ama de mi casa. Incluso era emprendedora para la época. Era una pequeña prestamista. Buscaban por toda la casa mi dinero (ahorros, recaudación del día de la tienda, dinero que comentaban que mi marido que se había ausentado una temporada había dejado…) mientras yo yacía en el suelo.
Para rematar, no contentos con la búsqueda (que había dado de sí, aunque puede que no hubiera igualado o superado sus expectativas), ya cansados, se sentaron a la mesa y comieron la cena, todavía caliente, que poco antes yo había preparado.
De haberlo sabido, la habría envenenado. No podía verlos, pero los sentía.
En el pueblo, y a esas horas, sólo se oía el viento fiel de esta zona, pero que esta vez soplaba enfurecido, pues había sido testigo de un vil crimen.
Me acompañó en todo el proceso, mi fiel amigo. Me daba fuerzas, me susurraba al oído. Pero yo tenía frío, cada vez más frío, porque mi cuerpo entraba en shock y se enfriaba, y porque la temperatura de la noche era baja, calaba los huesos…
El viento soplaba pidiendo ayuda, mientras yo me quedaba cada vez más muda.
Fue mi voz por unos instantes.
Soplaba como si no hubiera un mañana. Me tomaba entre sus brazos con ganas, quizás tratando de darme fuerzas, tratando de levantarme. Me invadió, se adentró en mi, y a veces hasta yo misma creí que conseguía elevarme del suelo, pero sólo era mi cuerpo temblando, convulsionando, sacudiéndose de dolor y por falta de oxígeno, el mismo oxígeno que el viento trataba de introducir dentro de mi, inútilmente.
Desde entonces, siempre gime, pidiendo que no se olvide lo aquí acontecido, pidiendo que mi muerte no haya sido en vano.
Se enfada ante la presencia de curiosos.
Protege el lugar donde di mi último aliento con un montón de ramas secas de las palmeras que se alzan ante la casa, cuyas ramas se sacuden incesantemente, y parecen criaturas gigantes tratando ahuyentar a los infieles, tratando de defender su territorio de escorias.
Ellas también se van marchitando. Van muriendo lentamente.
Desde mi partida, quedaron solas a su suerte, descuidadas y tristes.
Alguna vez, también, el viento fue partícipe, junto con el tiempo, de desprendimientos en la casa, para protegerla entre escombros de su disposición ante los vándalos. Fue en días en que el recuerdo estaba más vivo, por la presencia de individuos que no eran bien recibidos pues sus intenciones no eran decentes.
El viento estaba airado, y el tiempo pesaba, pues me había lanzado al olvido.
Para evitar más mal, los muros de mi casa también se empezaron a revelar. Las paredes lucen sucias por el paso del tiempo, formando manchas que reflejan la energía de este lugar, que parece que estuviera sangrando, resbalando desde el techo, o lo poco que queda de él.
Nunca me he ido, mi espíritu sigue aquí, donde me fue arrancada la vida. Por eso, hasta las paredes lloran, sangran. El viento suena triste, furioso, como un quejido, un lamento… infinito.
Estoy en el viento. Ahora yo soy el viento.
La ventana que me llevó, como un portal, del Paraíso al Infierno, sigue intacta.
Las cuentas que realizaba en la pared de mi tienda para ayudarme con las matemáticas a la hora de entregar el cambio a los clientes, o a modo de recordatorio…, también siguen ahí, de mi puño y letra.
Mi hogar me recuerda y me honra.
[CONTINUARÁ…] >
Estoy segura de que muchos matarían por dinero. También por simple afán de tener más, por avaricia. Los que más tienen siempre quieren más, y si es sin esfuerzo, mejor, aprovechándose del esfuerzo de otro (y encima llevándose los méritos).
Pero jamás imaginé, ni en mis peores pesadillas, que mi muerte sería por conseguir cuatro perras para seguir la fiesta. Y por hombría.
*Fotos: b.diamoond
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